Nacida a finales del siglo XIX en una piadosa familia portuguesa, Isabel Dos Santos fue la octava de catorce hermanos. Movida por el deseo familiar (sus padres la arrastraron hasta el convento del Carmen), Isabel tomó los hábitos el día de la Ascensión de 1891.
Su vida se cuenta entre las menos virtuosas de la cristiandad: se escapó, al menos, seis veces, bebía a escondidas, fumaba en el claustro, no respetaba los ayunos y apenas asistía a los oficios que interferían con el descanso nocturno. Tras su muerte, sobrevenida a los 51 años como consecuencia de una intoxicación etílica, las religiosas la sepultaron mostrando gran misericordia. Para su sorpresa, transcurridos apenas unos meses, comenzaron a recibir testimonios de favores concedidos de por la intercesión de la monja. Los superiores del Carmelo recomendaron prudencia a la madre priora, pero conmocionados por el aluvión de milagros (curaciones sorprendentes, fecundaciones insospechadas, desembarazamientos inverosímiles, extraordinarias dádivas económicas) nombraron un procurador y elevaron el caso a Roma, para espanto de la curia.
A causa de la insistencia de los fieles, y tras los comprensibles retratos provocados por las dos guerras mundiales, Pio XII la declaró beata. Los doctores de las Causas de los Santos, obligados a encontrar una explicación teológica solvente, compararon su vida con la de Dimas, el ladrón crucificado junto al Salvador. En un documento posterior, Pablo VI ilustra la vida de sor Bernardina a la luz de la Epístola a los Corintios: «Dios ha escogido lo necio de este mundo para confundir a los sabios».